En esta entrega de «La educación que queremos», Andrés García Barrios nos invita a pensar sobre las implicaciones de que los robots se humanicen.
Ludwig Wittgenstein, filósofo alemán, nos previene: Toda una mitología está contenida en nuestro lenguaje. Con frecuencia, el uso que hacemos de las palabras crea espejismos que nos hacen confundir realidad y delirio. Los docentes tienen la oportunidad de tomar conciencia de esta confusión y ayudar a sus estudiantes a transitar por esas mitologías, que en ocasiones son de verdad alucinantes.
Una de ellas, muy en boga, está presente en nuestras ideas sobre la inteligencia artificial y sobre sus alcances, sus retos y sus riesgos. Los docentes, repito, pueden capacitarse para enfrentar los laberintos conceptuales de sus estudiantes en torno a esas tecnologías. Tomemos por ejemplo dos de éstas, con las que hemos empezado a familiarizarnos: una es el ChatGPT, la otra son esas extraordinarias y sin duda seductoras máquinas de aspecto humano que hacen gestos y hablan cada vez mejor. Empecemos por comprender que esos dos nuevos tipos de robots nos engañan no sólo por su redacción casi humana, sus respuestas tan acordes con nuestras preguntas o sus rostros expresivos, que guiñan el ojo y nos sonríen; también lo hacen por la forma en que nos referimos a ellos: por ejemplo, decir que “los robots nos engañan” o “nos sonríen” (como hago yo aquí arriba) es atribuirles una voluntad que están muy lejos de tener, y sin embargo es muy probable que la mayoría de mis lectores hayan aceptado esas frases sin ningún inconveniente. Es un hecho que si describimos a un robot diciendo que sus sistemas le permiten estar atento, percibir, darse cuenta, entender, comunicarse o expresar, nos será cada vez más difícil pensar en él como un objeto inerte, y nos dejaremos convencer de que muy pronto los seres humanos podremos crear máquinas sensibles y conscientes.
Los robots pertenecen, y probablemente siempre pertenecerán, al reino mineral, tanto como una piedra, un auto o la puerta de un elevador cuyos circuitos se bloquean a nuestro paso. Sin embargo, numerosos factores intervienen para que creamos que una máquina posee voluntad propia. Para empezar, los seres humanos somos propensos por instinto a identificar cierto tipo de movimientos como indicadores de que en ellos hay vida. De hecho, es posible que cierta fase “animista” del desarrollo lleve a los bebés a creer que todos los objetos están vivos, cosa que refrendamos los padres y madres cuando un pequeño se golpea con una puerta y exclamamos: “¡Fea puerta!” e incluso lo alentamos a que le devuelva el golpe. Esta fase seguramente se actualiza en la sorpresa que provocan las puertas de un elevador a quienes por primera vez las ven abrirse a su paso (creo que en realidad eso nos sigue ocurriendo a todos de manera inconsciente). Como anécdota, estoy seguro de que la tía Pacecita, anciana que vivía asombrada por la forma en que su control remoto activaba la tele, luchaba cada día contra la certidumbre de que entre ambos aparatos había un extraño acuerdo.
Pero hay más. Según estudios recientes, una parte de nuestro equipamiento psíquico está destinada a identificar rasgos animales (ojos, caras, cuerpos) en medio de cualquier caos de formas, como el de las nubes o el tirol del techo. Al parecer se trata de estados de alerta instintiva desarrollados por nuestros ancestros para detectar la presencia de agresores ocultos en el entorno.
Añadamos también la empatía que todos sentimos hacia ciertas fisonomías, por ejemplo, el tierno rostro de algunos muñecos de peluche: sabemos que estos son objetos sin vida, y sin embargo, algo en nosotros no está muy convencido de ello (luchamos contra esa certidumbre, como la tía Pacecita). Peor aún, si esos rasgos enternecedores se acompañan de ciertas movimientos “expresivos”, nos será casi imposible negar que detrás de ellos hay una vida y quizás hasta una conciencia. La ilusión quedará consumada si el sujeto en cuestión (perdón, el objeto en cuestión) articula cierto discurso inteligible.
Claro, si a todo lo anterior añadimos nuestra fe casi supersticiosa en lo ilimitado de la ciencia, convertiremos esa ilusión momentánea en una apasionada convicción de que “los androides llegaron ya” (cosa no muy diferente a la vieja creencia de que “los marcianos llegaron ya”). En pocas palabras, volveremos a creer en cuentos de hadas. Y esto no lo digo yo, simplemente parafraseo al gran biólogo Thomas Huxley (amigo personal y principal defensor de Darwin), quien decía: “¿Cómo puede ser que una cosa tan notable como un estado de conciencia surja a consecuencia de una excitación de la materia inerte? Es algo tan inexplicable como la aparición del genio cuando Aladino frota la lámpara” (Huxley no hablaba de excitar materia inerte sino tejido cerebral).
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